Ni libros ni lápices
Pienso que no me equivoco
si afirmo que muchos de nosotros, que estudiamos un idioma en la escuela y en
los colegios durante años y que, incluso aprobábamos la asignatura, terminamos
los estudios con una capacidad bastante endeble para relacionarnos con una
persona en otra lengua.
Y la cosa no ha cambiado
mucho durante el tiempo en el que hemos sido nosotros los profesores: los
chavales aprueban inglés y francés, saben decir algunas palabras sueltas, son
capaces de contar los números y de recitar la lista de colores pero, tras
varios años de buenas notas en una lengua extranjera, excepción hecha de
algunos que otros, ¿son capaces de relacionarse con otras personas en inglés o
francés?
Creo que no. Por lo que
llegué a la conclusión de que ni las miles de fichas que hacen durante la
primaria y la secundaria, ni los miles de ejercicios que presentan a sus
profesores, ni los centenares de exámenes que tienen que realizar los preparan
para lo que se supone que debería ser la finalidad última de una asignatura de
idiomas: enseñar a ser capaz de entenderse con otras personas en una lengua
diferente de la materna.
Decidí, pues, que el papel
y los lápices quedarían excluidos por completo de mis clases (Hablo de chavales
de infantil) Del mismo modo y por las mismas razones desterré las fichas para
colorear. El tiempo que un niño pasa coloreando es tiempo que no dedica a
aprender a comunicarse.
Hay una enorme
proliferación de escuelas de idiomas privadas, lo cual refleja, entre otras
cosas, una innegable preocupación por parte de los padres porque sus hijos
aprendan una lengua extranjera.
¿Demuestra esto que la sociedad
no confía en que los maestros de idiomas de la enseñanza oficial seamos capaces
de llevar a cabo nuestra tarea? No sería descabellado pensar que así es.
Pero, ¿es esa la solución?
Me atrevo a pensar que no. No sólo no veo que los chavales salgan mejor
preparados para enfrentarse a una conversación, sino que, en muchos casos,
obligadas por la necesidad de resultados efectivos, muchas de tales
instituciones emplean su tiempo en ayudar a los chavales a realizar los deberes
que su maestro de idiomas en la escuela pública les ha mandado para casa.
Esto, con los mayores. Con
los más pequeños, me he encontrado casos en los que los niños me enseñaban
entusiasmados las fichas que habían coloreado.
Para ese viaje no hacían
falta alforjas.
Guán,
chu, fri
Cierto día, una compañera me pregunta:
“Paulino, ¿crees que debería meter a mi hija en una academia de idiomas? Es que
muchos de sus compañeros de aula asisten a clases particulares y ella quiere
ir”
Mi respuesta fue algo así
como: “A mí me parece bien, pero te aconsejo que compruebes antes el tipo de
metodología que usan y los resultados que obtienen”
No es que esté en contra
de tales academias, por supuesto. Mi prudencia provenía del hecho de haberme
encontrado en muchas ocasiones con alumnos que asisten con regularidad a clases
particulares y que, llegado el momento en que yo les voy a enseñar a contar en
la escuela, alzan las manos, sus caritas sonrientes y entusiasmadas, mientras
me dicen: “¡Yo, yo, Paulino! ¡Yo lo sé!”
Devolviéndoles la sonrisa,
les cedo la palabra para que ellos puedan lucir ante los demás el resultado de
sus esfuerzos.
Indefectiblemente, su
retahíla es la que sigue: ”//Guán, chu, fri, forr, faih, sih, seben, eih, nai y
ten (con “t” española)//”
“¡¡El guán, chu, fri otra
vez!!”, me digo.
La letanía del “guán, chu,
fri” lleva aparejados dos preceptos inviolables:
El principio de que la “y”
inglesa se ha de emitir con el sonido /dʒ/
de “payaso” o “yegua” tal y como se pronuncian en algunas zonas de Andalucía. Ello hace que tales alumnos proclamen
con orgullo que “You” se dice /dʒu/ y no /ju:/, que “Yellow” se diga /'dʒeləʊ/ y no /'jeləʊ/, y
que, ¡fanfarria final!, “Yes” se haya transformado en un contundente /dʒes/, reemplazando al mucho más suave /jes/.
El segundo, postula que la “w”
inglesa suena como una “g” española. De ahí que “When” se ha de
pronunciar //guén// en lugar de /wen/, “Why” se dice //guai// y no /waɪ/, “What” ha de ser //guah// en vez de /wɒt/ y así sucesivamente.
Canciones
Otra maestra amiga mía
decidió que su hija de tres años asistiese a la academia de idiomas de mi
barrio. Tras el primer año, durante una visita a nuestra casa, mi amiga le
pidió a su hija que nos cantase una canción que había aprendido en las clases
privadas.
La niña, que por aquel
entonces hablaba un perfecto español, así lo hizo. Mi mujer y yo sonreímos y
aplaudimos, pero cuando la familia se fue yo pregunté a mi esposa: “¿Tú has
entendido algo?”
“No”, fue su respuesta.
Tras un año de esfuerzos
económicos por parte de los padres los resultados observables eran, cuanto
menos, decepcionantes.
Raramente enseño canciones
a los niños que dan sus primeros pasos en inglés. Mi razón es la siguiente:
Imaginad que nos
encontramos cincuenta de nosotros en una sala para aprender mandarín, danés o
ruso. El profesor pronuncia la primera palabra y nos pide que la repitamos.
Nuestra experiencia en enseñanza nos dice que el profesor obtendrá un mínimo de
siete u ocho pronunciaciones diferentes.
En el proceso de
aprendizaje de una lengua tienen gran importancia la agudeza auditiva y la
habilidad vocal de replicar un sonido. Cada uno de nosotros diferimos
ampliamente en ambas cualidades, lo cual hace que lleguemos a resultados
disparejos en la imitación del sonido original. Nadie tiene la culpa de ello.
Es algo natural y es la razón por la que nunca mando deberes de idiomas para
casa: prefiero supervisar personalmente las pronunciaciones.
Por otra parte, aquellos
que hemos aprendido alguna lengua recordamos la experiencia de intentar enlazar
unas palabras con otras. De pronto, nos damos cuenta de que sabemos una a una
las palabras que conforman una frase, pero… ¿cómo se juntan unas con otras?
¿Qué sonidos se omitirán? ¿Cuáles se impondrán a los demás? ¿Cómo va la
inflexión total de la frase? O sea, que alguien nos tiene que mostrar el modo
de articular unas palabras con otras tan lenta y específicamente como lo hizo
con la articulación de las palabras individuales.
Por otra parte, si hemos
salvado los dos problemas anteriores, cuando intentamos emitir una frase
hablando solemos tener bastante tiempo, tiempo que depende de nuestra práctica
y de la paciencia de nuestro profesor o interlocutor.
Bien, una canción reúne
los tres problemas y añade uno más. El ritmo en que han de ser cantadas las
palabras hace que, a) los chavales no tengan tiempo de comprobar con razonable
precisión si están pronunciando bien cada una de ellas o no; b) los niños no
saben dónde empieza o acaba cada palabra por lo que las uniones entre ellas no
sólo están difusas sino que es muy probable que mezclen la mitad de una con la
mitad de otra; c) el ritmo de la canción no permite corregir sonidos erróneos;
d) no tengo muy claro que gran parte de
ellos sepan claramente lo que están diciendo.
No creo que yo sea el
único en haber tenido la experiencia de oír a un grupo de chavales cantando una
canción y notar todo lo que acabo de exponer.
Prefiero enseñarles
canciones cuando ya saben discernir y pronunciar la mayor parte de las palabras
contenidas en ellas, de otro modo creo que puedo inducirles a más errores que a
aciertos, por muy divertido que sea la tonada que corean.
Dar
clase y enseñar
Suelo hacer una distinción
entre dar clase y enseñar.
Con el término “dar clase”
remito a la práctica educativa escolar consistente en lo que siempre se ha
llamado “hacer el libro”. El maestro llega al aula, pide a los alumnos que
abran por determinada página, explica al grupo los ejercicios que hay que
realizar y cómo realizarlos y, finalmente, los corrige en la pizarra, cosa que
aprovechan bastantes de ellos para completar aquellos deberes que no habían
terminado.
Los padres de estos
alumnos suelen estar satisfechos de esta pauta de clase, a pesar de que algunas
veces sus hijos no tienen buenas notas, pues observan cómo sus retoños van
rellenando paulatinamente y a su debido tiempo las hojas de sus libros de
texto.
Ningún inspector pondrá
pega alguna a este sistema a pesar de que la metodología pueda no ser “activa,
participativa”, etc., ni que se preste más o menos atención a las “competencias
básicas”
Con la expresión “enseñar”
remito a la práctica escolar en la que el maestro intenta, por todos los medios
que estén a su alcance que la mayor parte de los alumnos consigan aprender un
determinado conjunto de conocimientos o desarrollar ciertas habilidades.
Para constatar la
diferencia entre una práctica y otra resulta útil observar qué es lo que se
juzga como un resultado razonable.
Cuando “se da clase”, la
mayor parte de los implicados considera que el proceso marcha sensatamente bien
si las hojas del libro aparecen rellenas (muchas veces, porque los alumnos son
capaces de hacer los ejercicios por su propia cuenta y otras veces, porque los
copian de la pizarra o porque sus padres les han hecho los deberes en casa)
Cuando “se enseña” o “se
intenta enseñar” idiomas la prueba de que el proceso funciona es que la mayor
parte de los alumnos son capaces de decir las palabras correctas en la
situación correcta.
Lo que entiendo por
enseñar una lengua
Ni más ni menos que el chaval sea
capaz de decir las palabras apropiadas en las situaciones pertinentes.
Me pregunta un día mi compañera
Conchi: “¿Le estás enseñando a los de tres años “How are you?” y “Fine,
thank you!?” “Ahá”, le respondo. “Pero eso es muy difícil para ellos,
¿no?”, me contesta. “Pues no mucho más que “Yellow”, “Princess” o “Elephant”
–le contesto- A ellos todo esto les suena a chino, así que todo resulta
igual de difícil”.
Y como todo es igual de difícil para
ellos, me permito discrepar un poco en la elección del listado de palabras
elegidas comúnmente para crear la progresión en el aprendizaje de un idioma.
Estoy de acuerdo en que no vamos a
empezar por enseñarles sonetos de Shakespeare, pero ¿por qué han de tener más
valor los números y los colores que las frases útiles para la vida real?
Ciertamente, comenzaré por palabras
aisladas y simples, pero haré todo lo posible para acercarlos a expresiones
cotidianas lo más rápidamente posible, de modo que sean capaces de intervenir
en una conversación por básica que sea.
Confieso que las listas de los colores
y de los números me resultan muy útiles por dos razones. La primera, porque
contienen una buena cantidad de sonidos consonánticos nuevos para el oído de
los chavales, lo que me ayuda a forzarlos a reconocerlos e imitarlos. La
segunda, porque son el campo de batalla para reedificar los “conocimientos del
guán, chu, fri” que muchos de ellos traen al aula.
Pero no hay nada que nos impida elegir desde
el principio palabras y frases que les ayuden a expresar sentimientos de la
vida cotidiana: “Mummy, I love you”, “I like bananas”, “Daddy, please”, “Go
away!”, “Come in!”,”Look!”, “Can I have…?”,
por poner algunas de ellas.
Espero que a lo largo de las páginas
que siguen sea capaz de apoyar con ejemplos mi idea de que el aprendizaje del
listado de los colores resulta menos interesante y menos útil que la capacidad
de llevar a cabo la siguiente conversación, la cual se daba con toda
naturalidad cuando algunos de mis alumnos de cuatro años venía a casa:
Mi esposa: Hello! How are you?
El chaval: Fine, thank you! And you?
Mi esposa: Fine, thank you! See you!
El chaval: Bye, bye!
Sin una sola duda. Sin pensar. Automáticamente.
¿Por qué? Bueno, porque lo habíamos dramatizado
tantas veces y de tantas maneras que los niños sabían exactamente qué decir,
qué preguntar y responder. Y sabían lo que estaban diciendo.
Eso es interactuar. Un listado de palabras sueltas
no permite hacerlo ni creo que al chaval le dé la sensación de estar
aprendiendo algo especialmente útil, salvo por las manifestaciones de
satisfacción que expresan sus familiares, vecinos y maestros al decir él en
inglés el color de que se trata cuando ellos se lo señalan con el dedo.
¿Qué material necesito?
Empezaré
por hacer una lista de lo que no necesito.
No
necesito libros. En una edad en la que los alumnos no saben ni leer ni escribir
no puedo apoyarme en la lectura o en la escritura.
A
ello se une mi idea de que el tiempo de coloreo es tiempo perdido para un
idioma, pues durante la duración de esa actividad los niños ni oyen ni expresan
nada en otra lengua. Salvo que alguien sea tan amable de sugerirme alguna
ventaja del coloreo para el aprendizaje del inglés seguiré pensando que es una
pérdida de tiempo para la consecución de la capacidad de comunicación deseada.
Esta
creencia mía invalida también el uso de las fichas fotocopiadas, elemento sin
el cual llegaría a tambalearse gravemente la docencia actual. No sé cuántos de
vosotros estaréis de acuerdo conmigo en que el presupuesto que las escuelas
destinan a fotocopias es desorbitado, habida cuenta de que la inmensa mayoría
de los maestros usan libros de texto.
Cierta
vez, la Jefe de Estudios me dejó caer la idea de que, para Halloween, los
chavales podrían colorear fichas relativas al tema. La mujer, muy
razonadamente, argumentaba que la enseñanza de un idioma extranjero incluye la
enseñanza de las costumbres foráneas.
Y
yo lo entiendo. En serio. Pero, por desgracia, estoy convencido de que el hecho
de que unos niños de tres, cuatro o cinco años coloreen unos murciélagos
volando alrededor de una calabaza no les va a llevar a conocer más del mundo
anglosajón que si a mí me intentasen explicar la creación del imperio del Atila
a través da la foto de una de las herraduras de su caballo.
Tampoco
necesito una guía del maestro, ya que sé, más o menos, lo que quiero que
aprendan.
He
de decir que esto no es algo fijo. A veces, las situaciones me llevan a
incorporar al repertorio de palabras y expresiones alguna que resulta
interesante en ese momento o a retirar alguna que yo tuviese prevista, pero que
observo que para introducirla tendría que forzar las cosas en exceso. La especial
dificultad o facilidad para aprender de algunos grupos de chavales es otra de
las razones que me llevan a variar mi “programación”.
En
cuanto a las actividades que las guías proponen, temo que tengo algunas
objeciones para con ellas. La primera es que ¿no habéis notado que muchas están
diseñadas para ser realizadas sentados? La segunda es que dudo mucho que un
señor en un despacho sea capaz de saber mejor que yo lo que necesitan mis
alumnos en cada momento. Y la tercera es que tengo la enorme suerte de estar
dotado de una imaginación lo suficientemente grande como para adaptar
contenidos a actividades para niños concretos.
Lo
anteriormente expuesto me conduce a no necesitar lápices, ceras, gomas,
pinceles, pinturas o cualquier otro elemento destinado al dibujo o al coloreo.
Tampoco
necesito sillas o mesas. Si no van a escribir o pintar, no hacen ninguna falta.
En general, me resultan más de estorbo que de ayuda. Normalmente, los niños
están sentados en la alfombra cuando damos clase de inglés. Si no están en la
alfombra es porque estamos llevando a cabo algún diálogo moviéndonos a través
de la clase –de ahí la molestia de sillas y mesas- o porque estamos
dramatizando una situación fuera del aula.
Quizá
a alguien que lea esto le esté surgiendo esa sensación de angustia que sienten
algunos maestros cuando se acerca el día en que
los alumnos entran a clase y aún no han llegado los libros de texto a
las librerías: ¡¡Veinticinco niños sin mesas, ni sillas, ni libros, ni fichas,
ni plastilina, ni nada con lo que entretenerlos… y yo sin la guía del
profesor!!
Como
diría Mafalda: “¡Que tema para Hitchcock!”
Yo
también tengo esa sensación cada vez que me encuentro con un grupo nuevo. No sé
cómo van a reaccionar; han de acostumbrarse a mi modo de ser; yo he de acostumbrarme
al suyo. Pero, a pesar de esa sensación de inquietud, rechazo la tentación de
las fotocopias y decido confiar en la experiencia.
Si
alguno de vosotros se dedica a cantar en un coro, tocar en una banda o actuar
en un grupo de teatro sabe que la sensación de miedo escénico no desaparece
nunca… hasta que llevamos un ratito en el escenario. Entonces, nos centramos en
aquello para lo que nos hemos preparado y nos dedicamos a disfrutar.
A
fuer de ser honrado, he de decir que no salgo desnudo a la palestra. Llevo
algunos elementos que me ayudan en la tarea.
¿Qué
útiles empleo, pues, para dar mis clases?
•
Un ordenador portátil. Sé que queda muy moderno y muy fino. Antes, lo que hacía
era llevar a los chavales al aula de video. Hoy en día, tengo la suerte de estar
en un colegio TIC en el que hay portátiles suficientes como para que yo pueda
disponer de uno.
•
Los primeros DVDs del método “Muzzy”. Mi elección no ha sido racional.
Simplemente, me gustaba y me sugería posibilidades de dramatización. Dado que
sólo los tomo como base de mis clases, estoy seguro que me serviría cualquier
otra colección de DVDs.
•
El DVD de la colección de Pipo “Aprendiendo inglés con Pipo” en el que hay
montones de juegos interesantes que utilizo tanto para enseñar nuevas palabras
como para reforzar las que ya han aprendido los alumnos a través de otras
actividades.
•
Un mazo de tarjetas plastificadas que voy realizando a medida que los niños van
aprendiendo nuevas palabras. Es fácil de hacer: busco en internet imágenes de
los conceptos que hemos dado en clase, las pego en un documento, imprimo y
plastifico.
Cada
dos o tres semanas añado tres o cuatro tarjetas nuevas.
•
Y, finalmente, mi carácter teatrero y mi imaginación para sacar partido tanto
al material del que os he hablado como a los comentarios y situaciones
inesperadas que van surgiendo en clase.
¿Inglés a niños de tres años?
Los niños de una de las clases de cuatro años me ha
guardado una moneda de chocolate procedente del calendario de adviento que su
maestra tiene en clase.
Cuando
entro a su aula para que me la den, se me acerca Mario y me dice:
-
Pablino, es un ”ninero” de “chocholate”.
Si
esto es en “español”, no es difícil imaginar lo que será en inglés.
Teniendo
en cuenta que muchos de ellos tienen media lengua, alguien podría pensar que
enseñarle inglés puede ser una actividad estresante y desalentadora para el
docente.
Lo
cierto es que depende de cómo se lo tome uno. A mí me resulta divertidísimo. Os
cuento algunas anécdotas.
Una
de las actividades que realizamos en clase consiste en que les muestro las
tarjetas de dos en dos y les pido que señalen aquella que corresponde a la
palabra que yo diga en inglés.
El
problema es que bastantes de ellos creen que de lo que se trata es de que
elijan la tarjeta que más les gusta, por lo que, antes de que yo diga una
palabra, alguno ya está señalando la que quieren. “Un momento –le digo- Espérate a que yo te pida la que
quiero que señales”
Puedo
ver como sus ojos permanecen fijos en la tarjeta que desean. Aposta, yo digo la
otra. Hay un instante de vacilación. El chaval sabe que lo que ha oído no
corresponde a lo que quiere. Su mirada pasa de una tarjeta a otra hasta que
finalmente… elige la que él quería desde un principio.
Sabe
que no es esa la correcta, ¡pero es la que más le gusta!
Tengo
que hacer grandes esfuerzos para no comérmelo.
Otra.
En medio de la algarabía de un recreo en un espacio cerrado y diminuto, se me
acerca Patricia, de tres años, me tira de la pernera del pantalón y, con
luminosa sonrisa me dice: “kxtrmlpuh” O, al menos, eso es lo que yo
entiendo. Como sé que Patricia todavía no domina muy bien el español, le sonrío
mientras mi cerebro revuelve entre todas las posibles palabras españolas que
suenen de un modo similar a la que he oído y que hagan referencia a la
situación en la que estamos.
Nada.
Ni flores. Así que me agacho un poco y le digo: “¿Qué dices, cariño?” “kxtrmlpuh”,
es su sonriente respuesta. Mi cerebro rebusca y rebusca en los recovecos del
español para niños. Nada. Ya sólo me queda la típica salida de “¡No me digas!”
o la de “¿En serio? ¡Vaya, vaya!” Pero no quiero darme por vencido, de modo que
me pongo de rodillas, acerco mi oreja a su carita y le vuelvo a preguntar
“¿Qué?”
Y
la sorpresa me hace reír a carcajadas, porque lo que me está diciendo una niña
que no habla español más que a medias es un perfecto “Hello ¡”
“Hello,
cariño!!!”, le respondo. Y es otra que se libra por los pelos de que me la
coma.
Una
más. Mi escuela actual es una reconversión de antiguas casas de maestros, así
que, para llegar a algunas clases hay que pasar por otras. Pues bien, cada vez
que he de pasar a tres años B, he de atravesar tres años A.
Los
alumnos de esta clase han cogido la costumbre de saludarme, y ya sabéis que una
vez que la cogen no la sueltan. Ya estén pintando o relajándose, me reciben con
un unánime “Hello, Paluino!”
¿Unánime?
Miento: todos, excepto Andrés, que me saluda con un potente “Bye, bye!”
Otro que iría a parar a mi cazuela.
Es
tremendamente divertido. En serio. Cada mañana voy a clase ilusionado,
sonriente y expectante. No sé qué divertida sorpresa me voy a encontrar. Mi
esposa puede corroborarlo, pues cada día le traigo varias anécdotas del tipo de
las que os he relatado.
Como
la de mis apodos. El “Paluino” que habéis leído hace un par de párrafos no es
un error de imprenta, es que la mayoría de chavales de tres años me llama así
porque les resulta más fácil pronunciar el diptongo en esa posición. Supongo.
Pero también soy conocido como “señorita”, “papá”, “Maestro Luís” –Luís es un
compañero, pero no consigo imaginar a qué se debe la confusión- y, el mejor de
todos: “Pingüino”
Cierto
día estábamos viendo “Muzzy” cuando Tiago se dirigió a mí con un nombre que me
divirtió mucho, pero, como no quería dejar lo que les estaba diciendo continué
con ello, prometiéndome mentalmente acordarme de la palabra. Mas cuando acabé
ya no me acordaba.
Así
que, me dirigí a Tiago del modo más casual posible: “Perdona, Tiago, ¿cómo me
llamo yo?” Décimas de segundo de análisis más tarde, Tiago me responde:
“Pinnuino”. “Ahá”, le respondo yo. Por supuesto, no me reí delante de él, sino
contándoselo a todo el mundo.
Pero
aún me reí más cuando averigüé que “pinnuino” es su palabra para “pingüino”.
¿Y
estos elementos van a aprender inglés?, podréis preguntar alguno.
En
primer lugar, creo que es realmente saludable disfrutar con toda intensidad de
las ocurrencias de tales “universitarios”.
Más
tarde nos daremos cuenta de que aquellos que ya hablan bien el español sí que
están aprendiendo inglés. Pero es que los adalides de la media lengua también
están entrenando sus oídos y sus sistemas fonadores a nuevos sonidos. Aun si no
son capaces de reproducirlos, sí que son capaces de comprenderlos… si no se
interpone su preferencia por la tarjeta de la princesa si se la das a elegir
junto con la del elefante.
Tengo
una amiga granadina que está estudiando inglés en la escuela de idiomas. Los
que somos de Granada, y más si somos de pueblo como yo, no nos damos cuenta de
nuestra terrible pronunciación del español. Es por ello que, aprendiendo la
pronunciación inglesa, mi amiga descubrió asombrada la enorme cantidad de
consonantes que no estaban dentro de su repertorio cotidiano a pesar de
pertenecer al castellano.
Un
día me comentó: “¿Sabes que desde que estudio inglés distingo mejor muchos de
los nombres extraños que tienen algunos de mis alumnos?”
Eso
mismo les pasa a los nuestros. Quizá no puedan reproducir los sonidos que les
enseñamos, pero lo cierto es que no sólo les estamos abriendo la puerta a otro
idioma, sino que les estamos ayudando a perfeccionar su castellano y a acelerar
su aprendizaje a través de forzarlos a escuchar atentamente, discernir e
intentar reproducir conscientemente determinados sonidos.
Así
que, ¡ánimo!, ¡a divertirse y a disfrutar con la experiencia de ser maestro de
inglés en infantil!
Pronunciación. Las consonantes.
Yo no he nacido en Harvard,
ni he vivido en Inglaterra. Sólo soy una persona a la que le gustan los idiomas
e intento aprenderlos lo mejor que puedo. Mi oído no es un prodigio y mi
capacidad de imitación es relativamente pobre. Mi mujer se monda de risa cuando
intento imitar a algún personaje o el acento de una región española.
Con ello quiero decir que, aparte de
que soy capaz de mantener una conversación razonable en inglés con una persona,
no puedo decir que mi inglés se acerque a la perfección. Vamos, que se nota que
no soy un súbdito de su Graciosa Majestad.
A
pesar de ello, soy un tiquismiquis.
Me
atrevería a decir que la pronunciación es lo único en lo que soy realmente
estricto en clase, dependiendo de la edad y posibilidades de los alumnos, por
supuesto.
Quiero
decir con ello que cualquier juego, diálogo o dramatización quedan
interrumpidos inmediatamente si durante su representación oigo alguna consonante
mal pronunciada o mi oreja registra su ausencia.
Lo
hago por la simple razón de que creo que cuantas más veces permita un error más
difícil será erradicarlo posteriormente. Además, como la gripe, los errores se
contagian. Así que prefiero detener la diversión, el juego, la broma o el
ejercicio que estemos realizando para enmendar lo mejor posible la
incorrección.
Siempre
hay tiempo de retomar el ambiente aparentemente relajado, pero rehacer una
pronunciación incorrecta es mucho más complicado y delicado.
Cuando
los chavales repiten una frase o palabra al unísono suelo cerrar los ojos para
concentrarme en la búsqueda de los sonidos incorrectos. Si detecto alguno por
alguna zona, pido a los chavales que la ocupan que vuelvan a repetir y prosigo
del mismo modo hasta que encuentro al alumno que lo está diciendo mal. Entonces
intento enseñarle a que lo diga bien. Muchas veces descubro que el chaval no
puede controlar su musculatura lo suficiente como para emitir el sonido que
quiero, así que termino diciéndole: “No te preocupes, guapetón. Yo sé que es
difícil. Pero verás cómo va saliendo poco a poco”
No
le veo ningún sentido a forzar a un chiquillo cuando veo que la razón de su
mala imitación procede de su inmadurez auditiva o fonadora. Ahora bien, si
descubro que lo que sucede es que estaba distraído o que no le apetece hacer un
esfuerzo entonces sí que me pongo serio y le presiono hasta que lo consigue.
La
línea divisoria entre una y otra situación es muy leve y a veces meto la pata.
Entonces me disculpo con el chaval, le gasto una broma y le hago ver que no
estoy enfadado con él en absoluto. La experiencia nos va dando pistas para
afinar nuestra percepción, pero, como diría Manolito, el amigo de Mafalda “Oye,
que no soy una IBM”
Cuando
alguna gente me ve con una peluca corriendo por los pasillos de la escuela
perseguido por los alumnos, ve a éstos vendiendo fruta a los padres o los ve
subidos a las sillas de la clase representando melones “big” llega a pensar que
lo único que se hace en mis clases es hacer el payaso.
Efectivamente,
lo hacemos cantidad. Pero payasear es el medio, no el fin. La prueba está en lo
que he expuesto en este apartado: todo se detiene si la pronunciación no es
correcta. Así pues, ésa es la meta principal. Lo demás, lo más llamativo, no
son más que argucias para conseguir que los chavales se lo pasen lo mejor
posible mientras repiten cualquier frase o palabra veinte, treinta o más veces.
Pronunciación. La “s”
líquida.
No
creo que haya que demostrar científicamente que la mayoría de los españoles
tenemos un grave problema para pronunciarla.
Somos
conocidos por los ingleses como los parientes de “Manuel”, el camarero y
botones barcelonés de la serie británica de los setenta “Faulty Towers”, el
cual, entre otras peculiares pronunciaciones propias de españoles, añadía una
“e” delante de cada palabra inglesa que empezaba por “s”.
Es
por ello que vivimos en “eSpain” en muchas de cuyas “eStreets”
solemos tener bares llenos de “eSmoke” de los que sales con un terrible “eSmell”
en la ropa, donde el “eSky” siempre es azul y nos vamos a “eSleep”
muy tarde por la noche.
Unos
amigos nuestros nos invitaron cierta vez a mi mujer y a mí a pasar unos días en
un precioso pueblecito típico del sur de Inglaterra desde el que se podía ver
un cabo de tierra en el que se enclava la localidad de Swanage -/s’wonich/. Con
la historia de “Faulty Towers” de por medio, esta localidad ha pasado a ser
conocida entre nosotros como “eSwanage” -//es-uónich//.
La
colocación de esa “e” ante la “s” líquida es una de las primeras pistas que
damos a los angloparlantes de que somos españoles. Por ello trabajo con especial atención las emisiones de palabras
que comienzan por “s”.
Que
este tipo de pronunciación se dé entre los principiantes, lo entiendo. Es
natural, prácticamente congénito entre nosotros. Pero que se dé entre alumnos
que llevan años y años asistiendo a clases de inglés en nuestras escuelas, en
academias privadas y en las propias escuelas de idiomas es algo que se escapa a
mi capacidad de análisis.
Pronunciación. L “v”
…
ese sonido desconocido, parafrasearía yo.
El
número siete -/'sevən/- es //seben//, las personas listas -/'klevə/- son //cleber//, y el color
violeta -/'vaɪələt/- es //badʒoleh//
¡Ah!,
pero este sonido se da también al final de muchas palabras: el número cinco -/faɪv/-, normalmente es conocido por //faih//; el verbo tener -/hæv/-, es pronunciado como //jah// o el verbo amar -/lʌv/- es transformado en //lah// o //loh//.
A la posición de dientes y labios
necesaria para pronunciar el sonido “v” la llamamos “dientes de ratón”, que no
consiste más que en colocar los incisivos superiores sobre el labio inferior.
Si se expulsa aire en esta posición obtendremos el sonido “f” y si sólo hacemos
una vibración nos saldrá el sonido “v”.
Siempre que explico a mis alumnos una
nueva palabra para la que se necesitan los “dientes de ratón” o que detengo una
actividad por haber oído una “b” en lugar de una “v” o por haber notado la
ausencia de ésta última al final de una palabra, les explico, poniendo yo mismo
“los dientes de ratón”, que esa palabra no puede salir bien si no se ponen los
dientes superiores sobre el labio inferior. Intentad la explicación sin
abandonar ni por un instante la susodicha posición. Los alumnos suelen mondarse
de risa.
“¡Sí, sí! –me digo- Reíros cuanto
queráis, pero mis muecas y mi paciencia os están llevando por el camino
correcto”.
Pronunciación. La “th”.
Suele
tener una existencia media: la mitad de las veces existe; la otra mitad, no.
Me
explico. Todos sabemos que estas dos letras generan dos sonidos diferentes: el
sonido /θ/ y el sonido /ð/.
Pues bien, como el primero de ellos lo tenemos en castellano en forma de “z” o
de “ce-ci”, los alumnos de inglés no tienen inconveniente en pronunciar
correctamente “Thumb”, “Thousand”, “Thank you” o “Think” -salvo que procedan de
familias o áreas en las que el seseo sea normal, debido a lo cual pronunciarán
orgullosamente //san//, //sausen//, //sankiu// o //sin// respectivamente… si
los dejamos a su aire.
Pero cuando el grupo “th” ha de emitirse
con el sonido /ð/, ¡amigo!, para eso no tenemos correspondencia en español, así
que la mayoría de alumnos, incluyo de nuevo a los de las academias privadas y
escuelas de idiomas, llenan sus frases con //de//, //dis// y //dah// en lugar de los sonidos /ðə/, /ðɪs/ y /ðæt/ que corresponderían respectivamente a las palabras
“The”, “This” y “That”.
Es por ello que les repito e insisto
incansablemente, como el “Be water, my friend” del anuncio de Bruce Lee, que
tienen que meter la punta de la lengua entre los dientes. “¿Entre qué
dientes?”, me preguntó un compañero cuando leyó la nota que mandé a los padres
explicando esto mismo. Tardé un rato en pillar la broma.
Y hago lo mismo que con los “dientes
de ratón”: la explicación se la doy sin dejar de asomar la punta de mi lengua
entre los incisivos superiores y los inferiores. La dificultad de hablar de ese
modo es evidente, pero el efecto creado, sobre todo cuando lo repites una y
otra vez, es verdaderamente efectivo.
Pronunciación.
Las vocales.
Todos
los que hemos aprendido inglés nos hemos vuelto un poco majaretas con la gran
cantidad de sonidos vocálicos que tiene ese idioma.
Yo,
como ya he dicho, no soy un experto. Pero no es esa la razón por la que no
insisto en que los niños se esfuercen en reproducir tales sonidos.
Es
más, generalmente, evito reproducirlos con la exactitud que lo haría ante un
tribunal de oposiciones o en las conversaciones con mis amigos británicos.
Normalmente intento reducirlos a las cinco vocales españolas.
Sí.
Ya sé que no es muy ortodoxo. Pero a lo largo de mi experiencia he encontrado
una y otra vez que cuando un niño de tres o cuatro años intenta reproducir una
vocal inglesa que se encuentra a medio camino entre dos de las vocales
españolas elegirá la que peor suene. Supongo que será la ley de Murphy.
Por
ejemplo, “Phone”. Cada vez que la pronuncio de manera ortodoxa, /fəʊn/, la respuesta de muchos chavales es //féun//. Por
alguna ley desconocida, sus oídos captan el sonido /ə/ como una “e” española. Así que ya he tomado la determinación
de pronunciar la palabra “teléfono” como //fóun//, pues creo que, ante la
imposibilidad de que lleguen a captar la sutileza de la /ə/, suena mejor //fóun// que //féun//.
Espero que mis compañeros de primaria
me lo perdonen y que sean ellos quienes carguen sobre sus hombros la tarea de
corregir los sonidos vocálicos a una edad en la que los niños ya saben hablar
español y llevan tres años entrenándose en el inglés.
Para justificar que esta licencia que
me tomo es razonablemente aceptable os contaré que cierta vez, con ocasión de
no recuerdo que fiesta en la escuela, pedí a mis alumnos de inglés –tercero de primaria, en aquella ocasión-
que representasen ante el público de padres y compañeros algunos de los
diálogos que solíamos representar en clase.
Antes de que entrasen en escena
solicité a todos los padres británicos presentes que sólo aplaudiesen si
conseguían entender lo que los chavales decían. He de decir que había confianza
con tales personas, que ellos entendían que yo hablaba en serio y que aquello
era, aparte de una diversión, un test público para comprobar los resultados del
aprendizaje de los chavales con mi método.
Las escenas eran situaciones banales,
de andar por casa: unos amigos que se encuentran y se saludan en la calle, unos
vendedores callejeros de fruta, una persona que entra en un supermercado,
varios niños jugando en el parque… Nada que se acercase a Byron o Wilde.
Los aplausos fueron sinceramente
efusivos. Pude ver cómo muchos de los padres británicos me hacían gestos de probación
con sus pulgares en alto. Habían entendido lo que los chavales de ocho años
decían a pesar de que tampoco estaban entrenados en los sonidos vocálicos.
Sin
embargo, sí que hay un grupo de palabras en las soy tan escrupuloso con sus
vocales como lo soy con las consonantes en general. Las palabras del tipo
“coche” o “cuatro”.
Como
ya dije antes, muchos de los niños que las han “aprendido” antes de llegar a
clase las pronuncian //carr// y //forr//. En estos casos yo no tengo una
alternativa que proponerles para que se ajusten más a la palabra real… excepto
el sonido real /kɑ:/ y /fɔ:/. No habiendo encontrado hasta el momento otra opción, les pido que se
ejerciten en pronunciar tales vocales, lo cual no me resulta muy difícil con
una buena dosis de humor y de teatro.
¿Todo es risa y
jolgorio?
Diariamente, hay chavales que se me
acercan a la hora de entrar a la escuela por la mañana o en el recreo y me
preguntan ilusionados: “Paluino, ¿hoy tenemos inglés?”
¿Se puede deber esto a que lo único
que hacemos en mis clases es jugar y perder el tiempo?
Juzgad vosotros mismos con este
ejemplo, una de las entradas de mi blog:
“La princesa del DVD de Muzzy ya
les ha dicho que ella tiene una bolsa, una hamburguesa y un mapa.
Yo ya he comprobado que entienden
lo que ella dice (Al principio, cuando la princesa decía "I've got a
hamburger" y yo les pedía que tradujesen, la respuesta de los chavales era
"¡¡Una hamburguesa!!” Ahora, la respuesta mayoritaria es que lo que la
princesa dice es "Yo tengo una hamburguesa")
¡Ahá! Ahí los quería tener. Ahora
toca que ellos lo digan.
Así que fotocopio y plastifico
veinticinco dibujos de ciruelas, plátanos, melones y melocotones. Luego reparto
la misma clase de fruta a cada uno de ellos y les digo que vamos a pasar por
las demás clases de infantil a decir qué es lo que tenemos en la mano.
“Primero tenéis que esconder la
fruta. Yo llamo a la puerta y, cuando la maestra nos dé permiso -yo ya he
pedido permiso a mis compañeras- entramos todos y nos colocamos en la alfombra.
Yo cuento tres y vosotros, mientras mostráis la fruta, decís "I've got a
plum, I've got a plum, I've got a plum" tres veces. Luego, añadís: "Y
vosotros no, y vosotros no" y salís riendo de la clase. (La entonación de
las frases es similar a la de la antigua frase "Chincha, rabiña, yo tengo
una piña, con muchos piñones y tú no los comes")
Antes de salir de clase les digo
que esto hay que hacerlo en condiciones, así que les pido que repitan ocho o
diez veces la frase inglesa, comprobando que todos pongan los "dientes de ratón"
(incisivos superiores sobre el labio inferior) al pronunciar "I've" y
que todos pronuncien la "t" de "got".
Terminada la
"instrucción", hacemos un ensayo en su propia clase: salimos fuera,
llamo a la puerta, imito la voz de una supuesta profesora que nos invita a
pasar y llevamos a cabo la puesta en escena.
“¡Muy bien!- les digo- ¡Vamos
allá!”
Pasan por cuatro clases repitiendo
lo que han ensayado y pasándoselo en grande.
Cuando volvemos a su clase, corrijo
de nuevo la pronunciación.
Resultado: en tres cuartos de hora
han repetido la frase "I've got a plum" un mínimo de treinta veces y
no se han dado ni cuenta porque creen que sólo están jugando.
Otro resultado: las otras tres
clases harán lo mismo, así que calculo que cada uno de los chavales oirá la
susodicha frase al menos unas cien veces en una semana (sin contar las que la
han oído de labios de la princesa)... y no se han aburrido.”
Como dije antes, la estrategia del
juego o la dramatización está escogida en función de los resultados a obtener.
No jugamos por jugar: jugamos con la finalidad de aprender inglés.
Gestos, movimientos y muecas
Los utilizo ampliamente. Intento que
las diversas frases tengan distintas entonaciones, diferentes gestos y
expresiones faciales. Eso les ayuda a recordar las palabras inglesas con mayor
facilidad.
Por ejemplo: En la tercera escena del
primer DVD de Muzzy, el rey dice, mientras levanta unas pesas: “I’m strong”.
Con los alumnos de tres años recreamos
la escena entera, desde hacer ejercicios de calentamiento antes de levantar las
pesas hasta la frase en sí misma. Pero para decirla he añadido un gesto que no
aparece en el video: el gesto del culturista que contrae su bíceps para
demostrar lo fuerte que es.
Al principio del gesto, cuando el
brazo está estirado, comenzamos a soltar la “sssssss”. Cuando el brazo alcanza
la oreja suena el “trong!” Todo ello con la correspondiente entonación y
expresión facial de culturista duro y fuerte.
Llega un momento en que con sólo
colocar el brazo para iniciar el gesto completo, muchos de los alumnos
recuerdan la palabra, incluida la “s” líquida.
Otro ejemplo. La diferencia entre “I
like this” y “I don’t like this” reside en una sola palabra. Para
quienes ya estamos acostumbrados, no supone ningún problema. Pero lo cierto es
que para aquellos que están comenzando el aprendizaje del inglés las dos frases
son prácticamente iguales.
Tengo
varias fotocopias plastificadas de coches y de pinturas entre las que se
encuentran coches modernísimos y coches cascarria, así como garabatos infantiles
y cuadros barrocos de la Virgen, San José y el Niño. Con ellas jugamos a ir a
los museos de coches y de pintura para opinar si las piezas exhibidas nos
gustan o no.
Uno
de los usos que les doy a tales fotocopias consiste en pedir a los chavales que
me digan el coche que menos les gusta,
uno que les guste y el que les encanta. Después, pongo cada uno de ellos en
lugares separados y me convierto en el guía del museo.
Comenzamos
por el que menos les gusta, así que, tras mi presentación del “maravillosos
modelo que tenemos delante”, los chavales han de afirmar que no les gusta. Pero
han de hacerlo del siguiente modo: 1.- Poner cara de asco. 2.- Decir “I don’t”, enfatizando el “don’t”
y haciendo signos negativos con el índice de la mano. 3.- Terminar la frase
manteniendo la cara de desagrado, “…like this”
Lo
que pretendo es que en el sentido negativo de la frase se unan la palabra “don’t”,
el gesto de la mano y la cara de disgusto. Todo esto en conjunto hace que, sólo
con poner la cara de asco, aparezca la palabra “don’t”
El
último modelo de coches expuesto es aquel que les encanta. La frase “I love
it!!” han de pronunciarla con
arrobo, llevando sus manos al corazón y cayendo de rodillas ante la imagen del
coche. En mi clase tal frase no tiene sentido sin su entonación correcta. En la
vida real, esa frase se usa generalmente con una modulación de gran emotividad,
la cual ayuda en gran parte a que el mensaje sea comprendido. Igualmente ayuda
a que las palabras sean recordadas en un contexto diferente a las usadas para
decir “Go out!”, por ejemplo.
La creación de contextos diferentes
ayuda enormemente a que cada grupo de palabras o expresiones se sitúen en
situaciones heterogéneas, ayudando a evitar el galimatías que se puede originar
cuando el idioma se estudia de memoria o a través de un libro.
La creación de tales contextos no es
difícil. Pueden ser sólo una mueca, una entonación específica, un gesto, unos
pasos de baile, una expresión apesadumbrada o salirse del aula para usar
espacios diferentes.
La comunicación con
los padres
Dado que en mis clases los padres no
disponen de un libro o de una compilación de fichas al final de cada trimestre
en donde poder “comprobar los progresos” de sus hijos, sigo dos procedimientos
para tenerlos informados, aparte de las horas de tutoría en las que me hallo a
su completa disposición.
Y no digo lo de “completa disposición”
sin razón alguna. Sé que algunos padres se sienten un poco preocupados cuando
no tienen entre sus manos los libros de texto de sus hijos con las correcciones
pertinentes por parte de los profesores.
Lo mismo acurre si no reciben el lote
trimestral de fichas realizadas por sus vástagos.
Puesto que no me gusta ver gente
preocupada a mi alrededor, me pongo, literalmente, a su disposición con el fin
principal de reducir su grado de ansiedad a través de la información que les
doy sobre la marcha de las clases.
El segundo método que uso es enviarles
de vez en cuando una nota similar a la siguiente:
“Estimados padres de nuestros
“universitarios” de inglés de 3, 4 y 5 años:
A partir de ahora me gustaría
enviaros de vez en cuando estas pequeñas notas con la intención de convenir una
pronunciación similar entre lo que yo
les enseño en clase y lo que ellos aprenden fuera de la escuela, ya sea en casa
o en clases particulares.
Las notas serán básicamente una
tabla en las que reflejaré: 1.- las palabras que van aprendiendo; 2.-el modo
incorrecto en el que algunos las pronuncian; 3; su grafía fonética y 4.-una
pronunciación figurada en español.
El inglés que intentaré enseñarles
es el inglés “estándar” y todas mis sugerencias se basarán en el mismo.
De ese modo, si a alguno de
vosotros le interesa, puede ayudar a sus hijos a corregir algunas
pronunciaciones mal aprendidas.
Por supuesto, esto no es más que
una propuesta para aquellos que la puedan encontrar interesante y les guste
ponerla en práctica. No son, en absoluto, deberes para casa, puesto que
enseñarles y corregirles es trabajo mío y no creo que les vayamos a echar a
perder la carrera a nuestros estudiantes.
Un saludo afectuoso a todos.
Paulino”
Estas notas quizá sólo son utilizadas
por un 10% de los padres, pero he recibido comentarios positivos por parte de
algunos de ellos, lo que me ha estimulado a seguir enviándolas.
El hecho de que pueda haber un gran
porcentaje de padres que no están especialmente interesados por el inglés a
edades tan tempranas no me impide que yo piense en aquellos que sí lo están y
que ponga todos los medios posibles para ayudar a los chavales.
Al final de cada trimestre, les envío,
además, un informe en el que incluyo un listado de las palabras y frases que
hemos trabajado y una breve descripción de los juegos y dramatizaciones que
hemos hecho.
Además, los padres saben que si
quieren una copia de los DVDs o CDs con los que trabajo, no tienen más que
mandarme un DVD o CD virgen y yo me encargo de copiarlos.
Finalmente, todos están invitados a
asistir a mis clases.
Tranquilidad.
Me gustaría recalcar que la angustia
de los maestros es una de las principales causas de nuestras propias
enfermedades y del clima de algunas clases, climas que van desde la algarabía
total al silencio más militar.
Creo que tal angustia proviene en
muchos casos de las pesadísimas cargas que nos impone la Administración en
relación a nuestros alumnos, siendo la más pesada la de haber hecho creer a la
sociedad que todos los alumnos son perfectamente aptos para el estudio.
Quisiera compartir algunos datos con
la única intención de tranquilizar a aquellos maestros que se sientan inquietos
ante la tarea de enseñar idiomas a personajes de tres, cuatro o cinco años.
En primer lugar, la Sociología de la
Educación lleva más de un siglo demostrando que no somos los maestros los
culpables del “fracaso escolar”. Es más, lo que viene demostrando es que no
existe el llamado fracaso escolar, sino que los suspensos son tan inherentes y
necesarios a la escuela como lo es el paro a la sociedad capitalista.
En segundo lugar, no todas las
personas tienen su oído y su aparato fonador preparados para aprender idiomas,
así como no todos son buenos en matemáticas o en deporte.
En tercer lugar, ¡tranquilos!: ¡no les
vamos a echar a perder la carrera!
Y en cuarto lugar, diga lo que diga el
informe McKinsey, los resultados escolares dependen solamente en un 6% de lo
que se hace en la escuela. No lo digo yo, lo dice el último informe Pisa,
confirmando los resultados obtenidos por los sociólogos de la educación.
Habrá personas que se preguntarán si
merece la pena hincharse de trabajar por un exiguo 6%... si es que se alcanza.
Ahí entra la moralidad y la
profesionalidad de cada cual. En mi caso sé que no puedo hacer nada en relación
al 94% de los factores que tienen lugar fuera de la escuela, pero ÉSE 6%
RESTANTE ES MÍO Y VOY A MUERTE POR ÉL.
Y eso es lo que me hace ir ilusionado
a mis clases cada día: cada nueva frase oportunamente dicha por un niño, cada
nuevo sonido adquirido por un chaval que no era capaz de reproducirlo con
anterioridad, cada demostración de entusiasmo por parte de los alumnos me
acerca cada vez más a MI 6%.
Puede parecer una empresa quijotesca,
pero siempre tengo cerca de mí unas fotos con la leyenda: “Trabaja como si no
necesitases el dinero; ama como si nunca te hubiesen herido; baila como si
nadie te estuviese mirando”
Pues, ¡a bailar se ha dicho!
Aquellas
personas que deseen conocer cómo llevamos a cabo en clase las
propuestas anteriores puede visitar en internet el blog "Inglés para
tapones"